Por César G. Antón el "21-05-2023"
—En conversaciones entrecortadas y algo seniles, sentado en su taburete y agarrado a su bastón de mando, nos contó, con minucioso detalle, la increíble historia de los humedales del arroyo de Pradolongo, en la guerra del 36. Un carro de combate italiano, enviado por Mussolini para ayudar a su amigo Franco, se quedó encallado en los barros de nuestro barrio…
…Los milicianos se hicieron con el tanque, que escondía en su interior una documentación extraordinaria: la orden de batalla de los generales Franco, Mola y Valera para capturar Madrid el día siguiente. Según el tío Rafa, aquella información fue crucial para contrarrestar la ofensiva y permitió que el Madrid republicano resistiera tres años al cerco de las tropas franquistas…
…al frente de la defensa republicana de Orcasitas pusieron a un fanático comunista, el general Enrique Líster, un gallego que no tenía ni idea de hacer la guerra. Planteó una defensa de guerrilla, desesperada, casa por casa, con un absurdo heroísmo que solo trajo dignidad y honor en la derrota. Y esa derrota no solo tuvo el precio de la muerte: Orcasitas y Usera serían luego castigadas durante la posguerra con el flagelo de la marginación, con la desidia oficial de unos vencedores que despreciaban ese barrizal donde tanto habían perdido.
Fragmento de “83 segundos”.
Usera es uno de los grandes protagonistas de esta novela. Y no lo es por los diecisiete relojes de sol que hay desperdigados por sus fachadas, que podría haber sido un buen motivo para un relato de saltos en el tiempo. Lo es por ese orgullo de barrio obrero. Las Asociaciones vecinales, durante un tiempo clandestinas, fueron claves para luchar contra ese desprecio del franquismo; conseguir luz, sanear cañerías y asfaltar carreteras. Madrid pasó de tener menos de dos millones de habitantes en los años 50 a casi cinco millones a finales de los 70. El sur de la capital se atragantó de gente que llegaba a la ciudad escapando del campo y buscando un futuro. Vallecas, Orcasur, Villaverde, San Blas y, por supuesto, Usera, entre otras muchas, se comieron la avalancha. El franquismo trabajó rápido y mal para ubicar a toda esa gente en infraviviendas que crearon el caldo de cultivo para el origen de El salvaje sur. Alentado después por la maldición de la heroína, aunque eso merecerá otro capítulo.
Usera formaba parte de esa sociedad, tan cerca y tan lejos del centro de Madrid. La novela cuenta:
“A Víctor nunca le faltó nada de lo importante y sí todo lo demás, pero ni siquiera había sido consciente de ser un niño humilde. Incluso en su barrio, que era su mundo, pertenecía a la mitad con luz, nevera y un futuro probable, frente a otra mitad en la que la marginalidad y la heroína machacaban tu destino. Esas dos mitades no siempre estaban separadas, y eso fue decisivo en la adolescencia de Víctor de una forma que él había decidido bloquear”.
Fragmento de “83 segundos”.
El libro Usera, de Julián del Castillo Palacios y José María Sánchez Molledo me ayudó a comprender la historia del barrio, que no es el mío. Pero las fuentes de las que bebió Mole (mejor amigo en la adolescencia del protagonista) para lucirse en la redacción en clase de don Malento están en un maravilloso artículo de Rafael Fraguas, uno de los mejores cronistas de la villa madrileña. Tuve el honor de trabajar con él un verano, cuando yo era un becario en la sección de Local de El País. El título de esa deliciosa crónica escrita en 2008 es «Salvar la ‘iglesia rota’», por si quieres buscarlo en internet.
Para que el paso del tiempo no lo tiña todo de la bondadosa nostalgia, hay unos datos que os pueden ayudar a poner contexto. En 1985 en Madrid había treinta y cinco mil chabolas, y en España, el veinticinco por ciento de los chavales de entre catorce y quince años, la edad de la cuadrilla del protagonista, no estaban escolarizados. El treinta y cinco por ciento de los mendigos de la ciudad tenían entre cuatro y quince años y cada año la policía municipal recogía a casi siete mil niños de las calles.
Esa visión romántica de los ochenta que nos ha dejado la movida, la dulce versión de la transición y algunas películas de quinquis, no puede hacernos olvidar todo lo duros, violentos y difíciles que fueron esos años. Especialmente en los barrios obreros.
Esa Usera que empapa una parte de la novela estaba más rota, más gris, más sucia, pero también más castiza y cercana. Usera es hoy un barrio imposible de comprender sin los latinos y asiáticos que dan color a sus calles y comercios. Si quieres recordar el Colegio Sagrado Corazón de los Capuchinos, la calle Cristo de la Victoria, que nunca había que cruzar, el parque de Pradolongo, el Mater Purissima, la iglesia rota, aunque ese nombre es posterior (entonces la conocían como la iglesia del Gallo). Los cines Liceo, el bar El Delfín o revivir una pachanga con un Mikasa en los campos de tierra del Zofío, compra la novela.